Soñadora se ataba el pelo. Miraba
para arriba y lo veía. Su cara la completaba, la llenaba. Estaba ahí, tan
cerca... Pero ella lo sentía lejos, lejos como siempre había estado. Soñadora
no creía en nada, ni siquiera en el amor. Pero él bajaba las escaleras, se
acercaba. Cada paso que daba era un paso menos, el encuentro, inevitable,
gritaba desesperado. Sus corazones también. ¿Unirían al fin sus bocas en una?
Cuántas veces había imaginado soñadora aquel momento, ese uno, ese infinito, las
palabras eran insuficientes para describirlo.
Él se acercaba, y se seguía
acercando. Soñadora, escéptica, esperaba impaciente. Lo necesitaba, era su
cable a tierra, él la mantenía con vida. En su respirar ella encontraba
consuelo, nada malo pasaría mientras él estuviera ahí, con ella.
Y finalmente sucedía. Allí
estaban los dos, a un paso de distancia. Una lágrima caía del rostro de
Soñadora. Un millón de imágenes pasaban por su cabeza. Su infancia rota, un
abrazo partido. Pero a pesar de todo él seguía ahí, no había desaparecido. Él
con su eterna presencia, con su efímero respirar. Soñadora tan fuerte y frágil
a la vez.
¡Amor! Quería gritar, pero las
palabras no salían de su boca. Soñadora no podía hablar, estaba petrificada.
Temía que todo fuese un sueño; que un simple suspiro, una suave brisa fuera
suficiente para arrastrarla de nuevo a la realidad.
Sin embargo, él se acercaba y la agarraba por
la cintura. Le corría un mechón de su pelo castaño y la miraba. Y simplemente
se miraban, sin más. Pero alcanzaba, era suficiente.
Y se abrazaban y lloraban. Ya
nada los iba a separar. Sí mi amor – gritaba él, mientras dejaba escapar el
llanto irremediable. Sí mi amor, acá estoy.
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