Sonaba el teléfono aquél martes
de enero. No sé si era el calor o qué, pero me sentía rara. Ese cosquilleo en
la panza...-Tenés mariposas!- Hubiese dicho Juan. Yo le habría contestado que
sí que podía ser.
Me levanté de la cama por el
ruido del teléfono, pero cuando estaba por atender, dejó de sonar.
Instantáneamente lamenté haberme parado. Volví a mi pieza y me miré al espejo,
algo adentro mío me decía -¡Llorá Marina,
llorá!- Y yo tenía ganas de hacerle caso a esa voz. Tenía ganas de llorar. Pero también estaba
aquella otra voz que preguntaba por qué iba a llorar – ¿Tenés motivos Marina?-. Pero yo no sabía que responder. Sólo sabía que algo presionaba mi pecho con
firmeza, como si quisera arrancar una parte de mí. Y cada vez era más fuerte,
casi insoportable.
Y así sin más, lloré. Lloré como
nunca había llorado, fue un llanto distinto, nuevo. Puro. Mil imágenes cruzaron
por mi cabeza, un remolino de sentimientos, finalmente encontrados.
Y tuve miedo, mucho miedo. Porque
finalmente entendía lo que me estaba pasando. Mis manos se llenaron de sudor,
tenía vergüenza. Pero este miedo también era nuevo. Era algo que nunca había sentido.
Me había enamorado.
Pero así, de repente, me sentí un
poco contenta, me olvidé de todo y sonreí. Qué loco esto del amor!, pensé. Y fui a la cocina y me serví un vaso de coca.
Y pensé en Felipe, en su pelo negro, en sus ojos grises, en sus manos. Luego
agarré una hoja y un papel y me puse a escribir. Escribí un cuento que se
llamaba L’amour. Decía algunas cosas tristes y otras lindas, como un espejo de
mí misma.
Y después no sé por qué, pensé en
la lluvia, en ese olor tan característico de los días lluviosos. Y lloré un
poquito más. Me dije que era porque quería volver a sentir ese olor, pero algo
adentro mío volvió a decir –Tus lágrimas
no son lluvia Marina-. Me estaba engañando. Pero después pensé en Felipe y
el sol volvió a salir.
Me había enamorado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario